En algún día de ese 1989 que se mudaron mis viejos, mi hermana y yo a la casita en la que siguen mis padres hasta el día de hoy, conocí a J. , mi primer amigo. J. usaba con el resto de sus hermanos y otros niños del barrio, nuestra casa en construcción como una especie de base para sacudir desde el altillo piedras, ladrillos, tejas y todo lo que encontraban en nuestra casa. Cuando la mudanza se consumó había una especie de reclamo de éstos porque la casa “no habitada” ya no estaba disponible, ya no estaba para jugar. Había unos intrusos que le estaban queriendo dar forma de hogar. Y algo de razón de tenían.
Pero nos hicimos amigos, a pesar de que yo no sabía muy bien que significaba eso. Tenía 5 años (J. tenía 6) y a mi me daba miedo casi todo. J. también me daba miedo, porque era un rubio bastante más grandote que yo, porque ya se agarraba a piñas con los hermanos mayores y porque soportaba una violencia física tremenda del viejo, que a mí me paralizaba y que en más de una ocasión mi propia madre frenó para que ésta no pasara a mayores. Si bien había una relación de protección de J. hacia mí también corría el riesgo de comerme algún sopapo si hacía o decía algo que a J. le molestara. Ese sopapo estaba totalmente justificado. Porque J. ya entendía cosas que yo no. J. era de cuero duro decíamos, porque a los 8 o 9 años se cayó de espaldas de la terraza de su casa, se la dio contra una canilla y solo estuvo uno o dos días internados. Al salir del hospital andaba como siempre: medio en pelotas por el barrio (invierno o verano daba igual) y luciendo esa venda en la espalda con mucho orgullo como corresponde.
Fueron pasando los años: los partidos por la “coca” contra los que vivían de la 35 a la 39, en los que casi siempre perdíamos (teníamos a F. que era nuestro gran financista de derrotas). A J. lo mandábamos al arco siempre (hay que reconocer que J. era bastante malo en el fútbol) y siempre se mandaba alguna cagada, pero perdíamos porque ellos jugaban mejor. Empezaron los primeros “asaltos” en el garaje de J. que siempre estaba disponible como el equipo de música, que era el mejor de toda la cuadra. Cuando repetí 8vo año y le pedi a los viejos salir de la escuela de curas, mis padres me anotaron en la municipal 8 y ahí terminé 9no con J. Ese año (1999), ahora que lo pienso, además de las horas compartidas en el barrio, nos soportábamos otras 4 o 5 horas más en la escuela y en el mismo salón. Y ahí también J. me protegía de alguna forma. Porque yo venia de la escuela de curas y "la 8" no era tan amigable para mí ni para L., otro amigo del barrio que también salio de la escuela de curas para terminar su EGB ahí. J. le decía a las maestras que en mi casa yo era un consentido y me hacía quedar bastante mal con algo de saña, pero si algún "picante" de la 8 se pasaba, J. estaba ahí para bancarme con la boca o con los puños.
Y los años nos fueron distanciando. Con L. decidimos probar suerte empezando la secundaria y digo probando porque no estaba tan claro que los chicos de nuestro barrio tenían que ir a la secundaria. Era más bien algo opcional. J. desistió de esa idea rápidamente porque le costaba (era duro-duro) y porque empezó a trabajar en todo lo relacionado al puerto: ranchín, astilleros, plantas, etc. Cuando nosotros terminamos la secundaria, a los pocos años, J. tuvo a su primer hija y de alguna forma él creía que nosotros estábamos en la boludés, porque él ya había ingresado a la vida adulta. Y nuevamente algo de razón tenía. Al empezar la facultad cada uno ya había hecho otros amigos pero entendíamos perfectamente que era algo natural y no había rencor entre las partes. Nos volvimos a encontrar en dos temporadas de verano donde yo juntaba unos mangos para estudiar, trabajando como (pésimo) pintor de barcos. J. ya hacía años que trabajaba en un astillero y sabíamos coincidir en el sanguche de las 12, a mitad de jornada. Recuerdo que J. renegaba de ese trabajo (trabajaba hasta 12 horas por día) y yo también de lo tóxica que era esa maldita pintura con silicona que se usaba para pintar barcos. La queja mía era para J. obviamente una mariconada.
Esto fue lo último más o menos duradero que compartimos. J. ya no vivía de sus viejos y sus hijos se fueron incrementando. Nos fuimos perdiendo, nos fuimos olvidando. Nos cruzamos hace más de un año y me comí un cachetazo en la cabeza de atrás porque no lo había reconocido. Nos dimos un abrazo, nos preguntamos como estábamos y nos mandamos saludos a nuestras familias.
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